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jueves, 3 de mayo de 2012

Dos bebés seguidos


Mamaderas, pañales, baberos, papillas, cacas, pises, cunas, cochecitos, horarios cambiados, llantos nocturnos, ojeras, sueño... sobre todo mucho sueño. Estas han sido las máximas que han gobernado mi vida durante los últimos veinte meses, fecha en la que mi hijo más pequeño, Juan, decidió venir al mundo sin pedir permiso y con la intención de no permitir que Camila, un año y medio mayor que él, se convirtiera en hija única durante un período de tiempo razonable.

Cuando la prueba del embarazo dijo sí por primera vez me puse tan contenta que me creía la única mujer embarazada sobre la faz de la Tierra. Por fin iba a ser mamá. ¡Fantástico! Pero cuando sólo dieciocho meses después el test volvió a mostrar su cara positiva, la mía se transfiguró.

La segunda vez es bastante diferente

El panorama no era para menos: Camila sólo tenía nueve meses, aún le daba dos tomas de pecho, se despertaba un promedio de diez veces por la noche (de verdad, no estoy exagerando), y la sola idea de hacer un bis maternal en un período de tiempo récord, me convirtió en un manantial inagotable de lágrimas durante unas cuantas semanas.

Ocho meses después nació Juan, antes de tiempo, con mucho apuro por husmear lo que pasaba afuera. Dejé de no dormir, debido al peso de la panza, para pasar a no pegar ni un ojo entre los llantos alternos y a veces conjuntos de mis dos retoños: uno reclamando su porción de teta cada tres horas con la precisión de un reloj suizo, la otra exigiendo mi presencia junto a su cunita para recordarme que ella había llegado antes.

Tras los primeros días de caos, llantos y desesperación por mi parte, decidí mirar las cosas con otra óptica, o al menos intentarlo. Muchas madres antes que yo -entre otras la mía- habían sacado adelante a su numerosa prole y, ¡milagro!, habían sobrevivido. Así que puse manos a la obra y elaboré un plan que me permitiera salir airosa de la prueba sin demasiadas heridas de guerra.



El diseño de un plan estratégico

Después de rechazar algunas propuestas de mi inconsciente más insensato, como la de retirarme a un convento de clausura para no tener que oír más ruido que el de mis propias pisadas, o la de ir a comprar cigarrillos y no volver hasta que Juan fuera a la facultad, me di cuenta de que podía hacer muchas cosas para mejorar mi situación.

Camila fue el primer objetivo de mi estrategia: empecé , a llevarla a la guardería. Así, aunque no fuera más que durante un ratito, sólo tendría que enfrentarme con uno. Después, decidí apelar a la generosidad de los tíos, tías, abuelas y demás parientes y,con el dinero recaudado, compré un cochecito especial para llevar a dos chicos muy seguidos de diferentes edades. Se componía de un moisés en la parte posterior y, adelante, una silla normal.

Aquello, más que un cochecito, parecía un ómnibus, pero me permitió -además de airear a los bebés-ponerme en forma sin necesidad de gastar dinero en gimnasios, ya que el vehículo, cuando iba completo, pesaba alrededor de 50 kilos. Cada vez que salía de paseo era el blanco de todas las miradas: algunas, comprensivas y partidarias de los premios a la natalidad, piropeaban a los chiquitos; otras, más realistas, cuchicheaban entre sí: "¡pobrecita!".

Virus compartidos
Uno de mis grandes hallazgos fue darme cuenta de que mantener una higiene estricta con los utensilios que Juan se obstinaba en chupar hasta quedarse exhausto (chupetes, mordedores, muñequitos, cucharas, etc.) era absurdo ya que Camila se encargaba de catarlos con su lengüecita con el mismo entusiasmo que su hermano.

Después de pasarme los primeros treinta días hirviendo constantemente los artilugios del pequeño, mi pediatra vino a tranquilizarme: "Todo tiene que estar limpio, pero no pretendas que el nene no pase los resfríos y enfermedades típicas de los chicos, porque es imposible".

Así que dejé que la naturaleza siguiera su curso y ya no hacía ningún esfuerzo por impedir que la nena le mostrara a su hermano todo su amor filial besuqueándolo, tosiéndo-le encima, metiéndose en su cuna u ofreciéndole un poco de chupetín pegajoso y repleto de los virus que ella se encargaba a su vez de adquirir día a día en la guardería. Juan pasó su primer invierno resfriado, pero el segundo lo ha superado sin saber lo que son los mocos. Y yo me ahorré muchos esfuerzos inútiles.

Siempre había sido una ignorante total de los quehaceres hogareños. Pensaba que cualquiera podía hacerlos, pero me di cuenta de que ser ama de casa y mamá es mucho más complicado que salir a trabajar. Hasta dónde llegaría mi grado de desesperación maternal, que estaba deseando que llegara el lunes para ir a la oficina y cambiar el sonido de los gritos, llantos y peleas de mis chicos por las discusiones y chismes de mis compañeros de trabajo.

Poco a poco me fui organizando. Por ejemplo, le enseñé a comer sola a la mayor y, a los 18 meses, cenaba en su sillita que daba gusto verla. A los tres meses, el pequeño era un experto en tomarse la mamadera sólito en el moisés bajo mi vigilancia. Mientras tanto, yo preparaba pijamas, baños, abría cunitas y soñaba con el momento de acostarme en la cama viendo la tele.

Las madres no somos las únicas
Papá también existe, y las abuelas y abuelos están para algo. Así que no tuve remilgos a la hora de organizarme con la familia más allegada (y sobre todo más disponible) para obtener unas cuantas horas libres que me permitieran dedicarme a lo que más me gustaba (que en la mayoría de los casos consistía simplemente en dormir).

Algunos fines de semana, Camila emprendía un pequeño viaje, facturada con destino al domicilio de su abuela paterna; Juan se quedaba en casa durmiendo en compañía de su abuela materna... ¡Y yo aprovechaba para salir a ventilarme un poco! Lo hacía con tanta dedicación que, más de una vez, he visto dos películas seguidas: la sesión de noche y después la de madrugada.

Pero quizá la astucia que mejor resultado me ha dado fue hacerle ver a mi hija Camila que a papá se le podían pedir las mismas cosas que a mamá y que jugar con él resultaba muchísimo más divertido que perseguir a mamá por toda la casa. Fue difícil, pero terminó por entenderlo.

Posteriormente, sólo me quedó especializarme en economía doméstica para localizar los comercios donde los pañales fueran más baratos. También me compré dos joggins para ponerme "a trabajar" cuando llegaba a casa y conseguir mantener mi vestuario sin demasiados lamparones y residuos infantiles. Hice un master en salvamento y socorrismo para bañar a los dos a la vez sin que el más chiquito corriera el peligro de perecer ahogado con las caricias acuáticas de su hermana. Y me doctoré cum laude en paciencia, lo que me permitió reprimir mis instintos agresivos -que los he tenido-, cuando la nena despertaba al varoncito por hacer una gracia, o Juan decidía que los juguetes, después de haber sido recogidos por décima vez, quedaban mejor esparcidos por la alfombra, o cuando Camila decidía demostrarme que era grande destrozando mi mejor labial.

Con el tiempo, todo se olvida

Hoy, a veinte meses, las cosas han cambiado mucho. Ya duermo mis ocho horas seguidas, he dejado de ser la principal fuente de alimento de Juan, he desterrado el cochecito biplaza al garaje y mis hijos son más personas y menos bebés; hasta lo pasan bien juntos...

Y ahora, lejos de pensar en renunciar, estoy encantada con ellos. Su papá y yo no descartamos la idea de tener otro. ¿Una locura? Es posible, pero estoy segura de que la experiencia con los anteriores nos servirá para algo, ¿o no?